Hoy queremos rescatar de nuestra memoria colectiva la antigua tradición de festejar el día de San Juan, y lo hacemos a través del relato de Tati y Aldo Monti, que tan gentilmente han accedido a contarnos sus experiencias de años pasados:
Fines de junio, principio de invierno. Adentro fogón encendido sobre el que desde hace horas hierve la olla con el puchero para el mediodía, y que mamá controla mientras coloca en frascos el dulce de calabazas que terminó de hacer temprano en la mañana. Afuera los quehaceres cotidianos que nos mantienen ocupados, barrer las hojas del paraíso en el patio, darle de comer a las gallinas, tender la ropa al sol. El almuerzo compartido, la mirada atenta al guardapolvo y la recomendación de hacer caso en la escuela son el preámbulo al encuentro con los vecinos de la cuadra, para juntos ir a clases. Entre cuadernos y recreos la tarde pasa con la prisa lógica de encontrarse para el fútbol en el baldío de la manzana de enfrente a casa. Pero hoy los planes eran otros. Desde hacia ya dos días que, instados por el mayor de nuestros hermanos, esperábamos con ansiedad la llegada del día de San Juan.
¡Habíamos juntado tantas cosas! Biznagas, cardos secos, esponjas, papeles, cartones, ramas de la poda de los árboles, hasta hojas de ligustro. ¡Y guarda con sacar la leña para la cocina! Todo lo teníamos guardado en el fondo del patio y por la tarde había que sacarlo para formar el “San Juan”. Según nos habían dicho primero debíamos armar una estructura fuerte y firme para que se sostenga más tiempo. Y si era alta mucho mejor. Luego entre todos la fuimos completando con las ramas mas chicas, hasta que su forma compacta nos hacia verla como una gran torre que dominaba la amplitud del baldío de los picados. Si, por que ese era el lugar que nos indicaron para hacerlo, lejos de las casas, no vaya a ser que causáramos un desastre. Y por supuesto que nuestro proyecto era compartido con los demás vecinos, verdaderamente pensábamos que esto sería una fiesta.
Bajo la supervisión de nuestras madres y apenas caían los últimos rayos del sol nos reunimos dispuestos a vivir ese momento de comunión. Realmente no entendíamos demasiado cual era su significado: que era una fogarata, que había que quemar cosas viejas, que celebrábamos un santo. Lo único cierto es que respetábamos la tradición y seguíamos las costumbres que nos enseñaron nuestros mayores. Y la torre de ramas y hojas secas rodeadas con ropas viejas por la gracia de un fósforo encendido cobraba ante nuestros ojos brillosos otra dimensión. ¡Viva San Juan! - gritábamos - ¡Viva! – repetíamos – tras lo cual empezábamos a dar vueltas a su alrededor, imitando quien sabe que danza ritual indígena o quizás solo celebrando el encuentro de almas de gurises felices ante la ancestral convocante presencia del fuego.
Por la calle a lo lejos se divisaban imágenes similares a la que nosotros protagonizábamos, multiplicando el efecto de iluminar la noche más larga del año. Las llamas se elevaban por varios metros de altura hasta desgranarse en miles de chispas que extendían aun más la figura de nuestra obra. Siempre atentos seguíamos colocando ramas para mantener encendida nuestra ilusión por más tiempo. Pasamos casi una hora extasiados en nuestra tarea, lapso en el que fueron cediendo los troncos que formaban la estructura y que ocasionaron casi el total desplome de la obra, que construida por la tarde, efímeramente se había transformado en un montón de brasas ardientes que poco iluminaban ya.
El llamado presuroso de nuestra madre para volver a casa por que hacia mucho frío ya, y su promesa para el año próximo de más “sanjuanes”, nos devolvió a la calma de la casa. Pasaron muchos años de “sanjuanes” casi toda nuestra niñez y gran parte de la adolescencia. De la misma manera que crecimos fuimos dejando en el recuerdo los momentos compartidos en aquel baldío de la manzana de enfrente, que junto a las ruinas del viejo molino, fue testigo de una parte muy importante de nuestras vidas.
Años después, en otra casa y con una familia formada, recobramos las imágenes de ayer protagonizadas ahora por nuestros hijos. Les transmitimos nuestra experiencia y nuestras vivencias para que desanden las propias. Los proveímos de la chispa que enciende el fuego, el mismo que aprendimos a encender de niños y que esperamos ellos sepan heredar a nuestros nietos. Solo por continuar las costumbres que nos pertenecen y que nos identifican como “pueblo”.
Agradecemos a “Tati” y Aldo por contarnos sus recuerdos tan cálidos sobre un hecho tradicional en nuestro pueblo, y en tantos otros, que dejado un poco en el olvido hemos querido recordar. Y por mantener el fuego encendido aun en las noches más largas y frías
No hay comentarios:
Publicar un comentario